21 de enero de 2011

HOMENAJE A MARÍA ELENA WALSH. LA DESPIDEN ALBERTO AMATO, JUAN SASTURAIN, ALAN PAULS Y TOMÁS ABRAHAM

FALLECIÓ A LOS 80 AÑOS TRAS UNA LARGA INTERNACIÓN. FUE AUTORA DE RECORDADOS TEMAS PARA CHICOS COMO "EL REINO DEL REVÉS", "LA VACA ESTUDIOSA" Y "MANUELITA".

MARÍA ELENA DÓNDE VAS

La mañana del lunes pasado, en este pueblo que mira al Atlántico, no tan al sur del sur, había un chico frente al mar. Parecía vivir a pleno sus vigorosos cuatro o cinco años y lucía entre desafiante y fascinado ante ese horizonte en movimiento. Hasta que la marea alta empezó a buscarle los tobillos. Pegó media vuelta y escapó a lugar seguro. Pero mientras corría, volteado sobre el hombro derecho y con la palma extendida a las olas, le gritaba al mar: “Bueno, bueno, bueno ¿eh? Pará ahí, ¿eh? Basta, ¿eh?”.

Para esos chicos en estado puro de libertad cantaba María Elena Walsh.

Quienes fuimos chicos hace mucho, no tuvimos la suerte del muchachito que el lunes quería dominar al mar y que no sabía que María Elena estaba muerta. Éramos puros, pero no teníamos libertad. Crecíamos entre golpe militar y golpe militar, en ese ambiente rancio y turbio que dan el incienso, los alamares y los entorchados. Igual, el ala grande de María Elena nos cobijaba a todos. Aprendíamos que las palabras tenían música. Que podías jugar a ser Mozart si las combinabas bien.

En este pueblo no tan al sur del sur, cada verano tres o cuatro casas padecen el saqueo de una banda de ladrones. Son casas o departamentos alquilados a gente joven que lo pierden casi todo. El mito popular, porque tiene que ser un mito, dice que la banda está formada por un viejo clan de delincuentes a quienes el progreso llevó, como a Don Corleone, a los negocios lícitos como el alquiler de propiedades. Pero que cada verano despuntan el viejo vicio con esos saqueos torvos a las propiedades que ellos mismos alquilaron. El mito, porque tiene que ser un mito, dice que el clan goza de protección política, policial, judicial y hasta del Cielo.

Por eso María Elena escribía que en el reino del revés un ladrón es vigilante y otro es juez. Y que dos y dos son tres. Y para quienes esperan con la paciencia de los altares que llegue un instante de justicia, María Elena escribió “Señora de ojos vendados, / con la espada y la balanza / a los justos humillados / no les robes la esperanza. / Dales la razón y llora / porque ya es hora.”

Eso hizo María Elena. La de Tolstoi: pintó su aldea para pintar el mundo. Pero, qué pincel, qué trazo, qué hondura. Y qué visión para hablarle a los chicos como a grandes y a los grandes como a chicos. Como si nos hubiera visto a todos en el jardín de infantes que con el que les plantó cara a los militares del 79. Déjennos crecer, gritó a quienes quemaban los surcos.

Cuando pelear por los derechos de la mujer no era redituable, no daba prestigio y no servía para disimular bajo las alfombras, como en algunos casos, mediocridades excelsas; cuando defender los derechos de la mujer era por el contrario mal visto, repulsivo o sospechado de, María Elena le habló a la mujer con un sustantivo adjetivado por la emoción: hermanas. “¿Te acordás hermana / qué tiempos aquellos / cuando el que te dije / salía al balcón”, para nombrar sin hacerlo a Juan Perón. Sin ser peronista, sino casi todo lo contrario, escribió un himno dedicado a Eva Perón que no entrañaba una renuncia a sus propias ideas, sino el retrato despiadado de una personalidad única y de la época feroz que la continuó: “No descanses en paz, alza los brazos / no para el día del renunciamiento / sino para juntarte a las mujeres / con tu bandera redentora / lavada en pólvora, resucitando. (…) Tener agallas para gritar basta / aunque nos amordacen con cañones.”

Esa fe redentora vamos a extrañar de María Elena, que fuera de su círculo íntimo era una mujer de un carácter áspero, arisco, retobado: una máscara que escondía el gran rompecabezas de ternura que deshilaban sus canciones.

Lo bueno del verano es el verano. Lo malo es que es pródigo en adioses.

A la Walsh la velaron en este pueblo de médanos y piñas con una guitarreada desafinada de sus canciones inolvidables.

La noche del lunes, alguien debe haberle explicado al chico que quería dominar al mar que su hada había muerto, para que intentara comprender, entre elefantes, jirafas y tortugas, cómo fue que se nos fue la gran María Elena, tan alta, tan digna, tan en silencio.

Con su paso tan audaz.

Por Alberto Amato
Fuente: diario “Clarín”
Más información: www.clarin.com

WALSH & LEAR

“Vale más la paz resfriada / que la guerra con salud.”
“Canción del estornudo”, M. E. W.
Tengo hace rato un relato / que me aprieta en el zapato.
Empieza con una fila / frente a la puerta de Arriba.
Y en la punta de la cola / un señor y una señora.
Walsh y Lear, se llamaban, / pero en la lista no estaban.
–Son de siglos diferentes / –dijo el portero celeste-.
Del XIX al XXI... / no son poquitos minutos.
Ellos creían que el tiempo / no era un problema en el Cielo
y se habían esperado / una montaña de años,
dejando pasar los turnos / para poder subir juntos.
Pero el Angel burocrático / consultaba su libraco:
–Lear, Lear... lo recuerdo. / Si llegó hace mucho tiempo.
Hay un Walsh en esta hoja / escrito con tinta roja.
Y sobre el mapa infinito / del soberbio Paraíso
les dio el detalle preciso / de su eterno domicilio:
–The King Lear, soberano, / reside en “Imaginarios”
y a Walsh, Rodolfo, lo tengo / en “Escritores muy buenos”.
Los postulantes, perplejos, / de repente comprendieron:
había quilombo de archivo / por los nombres parecidos.
–Yo soy Edward –dijo Lear– / y no me soñó Shakespeare.
No soy ningún personaje / sino un loco dibujante.
Ilustrador de mis rimas / más libres y divertidas,
soy alegremente célebre / por inventar el nonsense
También soy Walsh –dijo ella– / y me llamo María Elena.
Rodolfo, un primo lejano, / sólo me ganó de mano.
De Los oficios terrestres / el de cantarle a la gente
me eligió sin darme cuenta / desde que era muy pendeja.
Escribí versos, canciones / para nenas y varones,
ejecutivos, bacanas, / vacas, tortugas, cigarras...
Y soy la mejor –me dicen– / los que siguen siendo pibes.
A veces me puse amarga / y acaso metí la pata:
Lo mío es Doña Disparate / y no Operación Masacre.
Ya había inquietud en la cola / por la charla y la demora
y empezaron con los gritos / de apúrense que hace frío.
A los guardianes del Cielo, / si algo les sobra, es el tiempo:
–No entiendo –dijo el portero– / que habiendo muerto primero,
usted, Lear, no subiera / y la señora quisiera
venir derecho a la fila / sólo por su compañía.
Turnándose en la palabra / se lo explicaron con calma:
–No vine antes para Arriba / por esperar a esta piba.
–Y yo no me hubiera muerto / si no era por conocerlo.
–Entendió mejor que nadie / la verdad del disparate.
Mis limmericks en inglés / son su reino del revés.
–De Lear aprendí el modo / de poder decirlo todo:
el camino del absurdo / para hablar mejor del mundo.
Y así terminaron ambos / la fuerza de su alegato:
Se lo decimos a dúo: / los dos juntos o ninguno.
Al final se abrió la Puerta / y les hicieron la oferta.
–Hay un Cielo de Argentinos / donde miran los partidos:
se lo pasan discutiendo / y no se ponen de acuerdo.
Envidian a los que esperan / putean a los que llegan
pero se acuestan muy tarde / y ahí no se aburre nadie.
–También está el British Heaven. / Aunque haya pocos que creen
que hay ingleses en el Cielo / disfrutan de un pub modelo:
fuman, beben moderado, / cierra a las ocho, temprano.
Y Lear, por cortesía, / se quedó con Argentina.
“Es absurdo para mí / que exista un lugar así.”
Una vez más, como siempre / había ganado el nonsense.
Esta es una buena historia / para contar de memoria.
Y como es toda mentira / resulta más divertida.
Por Juan Sasturain
Fuente: diario “Página/12”
Más información: www.pagina12.com.ar

HACER HUELLA

Como casi toda mi generación, como buena parte de las generaciones que siguieron a la mía, soy hijo natural de María Elena Walsh. Tenía dos años, parece, cuando mi madre me llevó a la Casacuberta del San Martín a verla cantar en vivo. Debutábamos juntos, ella cantando, yo como espectador, en un prodigio incestuoso de sincronismo y asimetría. Un privilegio excepcional pero equívoco, y hasta un poco desolador, como todos los privilegios que descansan en algo tan delicado como una confabulación de espacio y de tiempo. Naturalmente, no tengo recuerdos de la experiencia. Pero ¿quién los tiene del flotario intrauterino donde espera, haciendo la plancha a oscuras, el momento de interrumpir el mundo con un aullido? Estoy harto de la memoria, esa matrona sobrevalorada. Hablemos de huellas. Una huella es más que un recuerdo: no tiene forma ni sentido, es potencia pura. El vivo deja marcas, no recuerdos. Los discos, los libros y la televisión se encargarían después de fabricar la MEW “para recordar” (parte no menor de la cual fue la modernidad deseable de su rostro, icono top en el mercado erótico infantomasculino de los años ’60). Fiel a su ley, aquel vivo de la Casacuberta se borró, y borrándose hizo lo que sabía: marcarme. Esas huellas fueron y son orales, brotan del encuentro entre un decir y un archivo nacional y forman el único legado MEW que reconozco: la trasmisión de una cierta imagen de la lengua argentina.

Quedaron por lo pronto ciertas palabras: “disparate”, “desbarajuste”, “santiamén”, “bochinche”. Muchísimas palabras con acento en la última sílaba (“cuatrimotor”, “patatús”, incluso “sarampión”, oída en boca de MEW mucho antes y mucho mejor que en boca del pediatra, y que expropiaba la enfermedad del mundo de la clínica médica para arraigarla en el mundo del juego o de la entomología infantil, donde pasaba a ser un bicho particularmente horrendo), ideales para articular esas rimas agudas, casi percusivas, que fueron el sello de la poesía de MEW. Pero puede que me equivoque y muchas de ellas ni siquiera aparezcan en su lírica. Es algo que sucede con los pioneros y los precursores: llaman la atención sobre un puñado de cosas que nadie había visto u oído y esas cosas, después, destiñen sobre otras, y así sucesivamente. No sé si soy capaz de describir el aura singular de la familia que forman esas palabras. Probablemente ya estuvieran pasadas de moda cuando MEW las cantaba. Eran llamativas pero modestas, a la vez coloquiales y afectadas. Estaban ahí, languideciendo en la lengua desde hacía tiempo, pero MEW –que fue la primera en escucharlas, lo que confirma hasta qué punto el oído, en los verdaderos poetas, precede siempre a la voz– parecía inventarlas cuando las cantaba y armaba con ellas una lengua nueva. Al revés de muchos de sus colegas de género (el gremio de la sospechosísima “canción para chicos”), MEW nunca se puso “a la altura” de sus destinatarios. No rebajó la lengua a una sintaxis básica, ni a un balbuceo enternecedor, ni siquiera a la glosolalia compradora de una boca llena de torta. Detectó y despertó en las zonas menos actuales de la lengua la posibilidad de un idioma chico. Algo común, compartible, y a la vez extraordinariamente teñido de particularismos, con la temperatura cómplice de la jerga y el gesto pícaro del contrabando. Muchas de las mejores canciones de MEW están escritas en esa especie de lunfardo de kindergarten. Bulubú es MEW; Tutú Marambá también. Pero MEW nunca lleva tan a fondo su programa como cuando dice “disparate”, por ejemplo, o “abatatarse”, reliquias que sólo ella supo escuchar de cerca, como voces de niño que hablaran, desoídas, en los pliegues del idioma de todos los días.

Quedó también ese arte excelso del diminutivo: “charquito”, “cañita”, “librito de yuyos”, “monitas”. Hay toda clase de empequeñecimientos y miniaturizaciones en las canciones de MEW. Pero eso, que podría haber sido una agachada demagógica, es en ella una lección de actitud y rigor. MEW enuncia los diminutivos con una altura indiscutible, una cierta altivez, una autoridad casi borgeana. El diminutivo no es un guiño sino una operación poética específica, muy técnica, destinada a problematizar las identificaciones que debería inducir. No es sentimental sino gráfico, y por lo tanto es puro afecto. Un afecto citado. Nunca le perdonaré, en ese sentido, esa escopetita verde con la que el cazador mata al Pájaro Pintón de tres balazos certeros: uno al canto, otro al vuelo, el tercero al corazón. Nunca le perdonaré ese matiz de inocuidad casi cariñosa aplicado al arma de fuego que convierte en viuda a la Pájara Pinta. (Mi hija, que de chica chapoteó también en la marmita MEW, me sopla que “La Pájara Pinta” está escrita en primera persona, como un alegato doliente de la Pájara, y que ese diminutivo acaso sea el modo en que la viuda trata de conjurar, minimizándola, su tragedia personal.) Pero nunca dejaré de agradecérselo tampoco. Aprendí más de esa perplejidad de estilo que de cualquier precepto moral.

Y queda por fin la dicción de MEW. Una dicción única, inconfundible, que se recortaba como en 3D contra el fondo cacofónico de la industria cultural argentina. El decir de MEW era preciso pero nunca deliberado; nítido, convencido, siempre bien colocado (como se dice de las buenas voces, los buenos actores, los efectos de las buenas drogas). Había en su expresión una seguridad no vanidosa, más bien adusta, que le permitía sin embargo todas las invenciones, los desvíos, incluso las fragilidades. Había clase en su decir, pero clase no era en ella una palabra homogénea: sus erres, virtuosas como ejemplos escolares, eran un alarde de redoble y vibración, pero sus eses eran fuertes y espesas y tendían siempre al acanallamiento de un arrabal varonero. La clase de MEW era dominio y destreza pero también mezcla, inclinación hacia lo otro: ese veteado sigiloso, a menudo exclusivamente tonal, que hace que las lenguas más “puras” (otra vez Borges) sean también las más inquietantes.

El 10 de enero, cuando MEW murió, yo volvía de Chile. Murió mi Sarmiento, pensé. Murió la Sarmiento de la segunda mitad del siglo XX. Es decir: no murió una cantante, ni una poeta, ni una artista popular; murió una maestra: la inventora de una máquina pedagógica que condensa como ninguna la poética, los valores, las creencias, las fobias y las ilusiones de la cultura progresista argentina y que lleva funcionando ya medio siglo. Siempre me gustó la clase de reserva con que MEW administró públicamente su sexualidad, esa vida privada que las necrológicas, en esta última semana, eufemizaron con un tacto que próceres o proceresas sólo suelen merecer cuando acaban de morir, disfrazando la pasión amorosa bajo la máscara de la “colaboración artística” y la comunión deseante bajo un “compañerismo de ruta” irreprochable. Sin embargo, en épocas siniestras (y hubo más de una en estos últimos cincuenta años en la Argentina), cuando toda diferencia era sospechosa y toda disidencia amordazada, perseguida o exterminada, en particular en un terreno altamente sensible como la educación, y también en sus temporadas bajas, cuando la retrogradez y el prejuicio se refugian en el sentido común, más de una vez sentí como una injusticia, una vergüenza, un verdadero papelón –para decirlo con una palabra bien MEW– el hecho de que el lesbianismo de la más grande educadora de la Argentina contemporánea fuera un secreto a voces y no una luminosa evidencia pública.

Por Alan Pauls
Fuente: diario “Página/12”
Más información: www.pagina12.com.ar

MARÍA ELENA WALSH…

Hace unos días le escribí un correo electrónico a Sara Facio enviándole saludos, preguntando cómo estaba María Elena, y en qué etapa estaba de la edición de un libro que preparaba sobre su obra fotográfica. No tuve respuesta. Murió María Elena Walsh. Caminaba por la rambla de la ciudad de Colonia como lo hago todas las mañanas con los auriculares de mi radio sintonizada en AM. Creo que era La Red en su edición deportiva del mediodía. El informativo anuncia el fallecimiento de la música, cantante, escritora –así la llamaban– María Elena Walsh. No dejé de caminar pero cerré un segundo los ojos. Es todo lo que hice. Cerré los ojos. No quería saber. No quería escuchar. Pero ya fue. Pensé en Sara. Y mi mente comenzó a escribir una nota al viento. Cuando se adquiere el hábito de escribir, la conciencia se hace epistolar. Habla respetando las formas gramaticales. Se piensa escribiendo. La costumbre de dar clases también hace que la conciencia asimile reglas de oratoria. En síntesis, una conciencia discursiva que para descansar debe volcar sus palabras afuera. En lo posible en una agenda, carnet, o cuaderno que pueda transportarse con facilidad. Que se acomode en el bolsillo. No lo llevaba conmigo. Pero recuerdo lo que decía mi conciencia, era muy simple. Estaba conmovido. Se había muerto una gran mujer, una gran persona, una de las más grandes artistas que dio la Argentina al mundo, una voz de tal calidad que debía inmortalizarse en el panteón de los insignes cantantes nacionales. Pensaba que a pesar de reproducirse su cancionero mal llamado “infantil” en innumerables versiones y por grupos musicales infinitos, no se la había reconocido por lo que efectivamente era. Estaba por su voz al lado de Gardel. En lo más alto. Al lado de Mercedes Sosa. Para mí más alto aun. Al lado de Yupanqui. Su poesía, su forma de escribir, era de una de calidad que Borges hubiera apreciado mucho, si es que no lo hizo. Tenía una sensibilidad de artista. Sutil, irónica, sabía ser malvada, no era tiernita. Su relación con los chicos y chicas no era la de una maestra normal. Su relación con los grandes era inclemente. Era un ser moral. Le importaba la Argentina. Tuvo intervenciones de gran coraje. Tanto frente a las dictaduras militares como frente a los populismos baratos. Fue una mujer del espectáculo. No tenía los prejuicios propios de la pacatería cultural. Le había gustado la producción de Gerardo Sofovich sobre su obra. Decía que Bernardo Neustadt era su amigo para escándalo de carmelitos y carmelitas. Conozco sus canciones. Se las he cantado a mis hijas, desde hace décadas. Hasta el hartazgo, de ellas. Las canciones del tiempo de Maricastaña, que María Elena canta con Leda Valladares, son belleza pura. “Ya se van los pastores a la Extremadura… ya se queda la tierra triste y oscura.” Lloramos por María Elena. Sufrió mucho. Su enfermedad era terrible. Pero era una leona. En silla de ruedas salía al parque Las Heras y escribió un libro hermoso sobre lo que veía en él. Lo comenté en este diario. No habla de la plaza, habla de los argentinos. La tenían podrida. Su malhumor era muy inteligente. Una vez dijo Fresapo como si estuviera confundida sobre la composición de lo que se llamaba la Alianza en tiempos de De la Rúa. Era política. La hartaban el progresismo y las compañías políticas blandengues. No le tenía miedo a la derecha, más miedo les tenía a los espíritus mediocres. No le tenía miedo al comunismo. En su álbum estaban uno al lado de otro Pablo Neruda y Juan Ramón Jiménez. Se habla de Manuelita; creo que le hicieron una tortuga de material en Pehuajó, no sé qué se puede fabricar para recordarla en Buenos Aires. Mejor no preguntárselo ahora que está en el cielo. Vaya uno a saber qué nos respondería, una guarangada. Todas las mañanas, en el programa Magdalena Tempranísimo, pasan fragmentos de sus canciones. Supongo que tiene que ver con el despertar de los chicos. Creo que María Elena es para grandes, bien grandes, adultos, amantes de la ópera, del tango, del jazz, de la zamba y el folclore. Su prosa es para escritores, para quienes saben literatura. Los que aprecian la belleza escrita. Sus opiniones políticas, sus notas en los diarios, sus intervenciones deben formar parte de tantas antologías que se hacen sobre el pensamiento nacional. No porque sea una “pensadora” no merece ser embalsamada, sino por su agudeza, su profundidad, su intransigencia. La admiro. La admiración es una de las formas del amor. La extraño. Aun enferma estaba viva. La vi una sola vez, en su cumpleaños, no sé si fue el último o el anteúltimo; me invitó Sara (finalmente el cumpleaños creo que fue el suyo) sabiendo el lugar que ocupaba en mi espíritu. La primera vez que encontré a alguien que la había conocido fue a los 17 años en un barco que iba a Europa. Era un profesor del Colegio San Andrés que la quería mucho. Contaba sus correrías de joven cantante en París, con un bombo al lado de Leda, para hacerse de unos mangos. Hay fotos de esas escenas. Leda y María, dúo inmortal. Saben saben lo que hizo el valiente mono liso. La mona Jacinta se ha puesto una cinta. El último tranvía que rueda todavía. Pez de platino fino fino. Duermo en el aljibe con mi camisón apolillado. Había una vez una vaca en la quebrada de Humahuaca, como era muy vieja muy vieja estaba sorda de una oreja. Lo ves o no lo ves, al gato que pes… ca allí, sentado en la ventani… ta rarirara. Ya se murió el burro que llevaba la vinagre, ya lo llevó Dios de esta vida miserable. A la mar fui por naranjas cosa que la mar no tiene, vienen mojaditas las olas que van y vienen. Un sueño soñaba anoche, soñito del alma mía, soñaba con mis amores, soñaba que te quería.

No pude estar en el velorio para abrazarme con sus amigos que no conozco, abrazarla a Sara; mi familia sabe lo que ella significaba para mí. Mi alma lo sabe. Hace tantos años que la canto. Y ahora ya no sé si lo seguiré haciendo, por ahora no. No quiero. Me duele su muerte. Escribo esto en reemplazo de otra nota que ya tenía preparada. Mi mujer me dijo por qué no escribía algo sobre María Elena. Le respondí que no. Que ya lo había hecho cuando estaba viva. Fue la repetición del gesto de cerrar los ojos. No quería saber, ni escribir sobre su muerte. Por eso escribo esto. Porque el no es un sí. Y su muerte es eternidad de los que la homenajearemos de ahora en más.

Por Tomas Abraham
Fuente: diario “Perfil”
Más información: www.perfil.com

0 comentarios:

Publicar un comentario